Consumidores a la intemperie
El consumo es un territorio minado. No todo lo que se promete y vende cumple con la calidad esperada. Las organizaciones de consumidores son frágiles. Los canales de denuncia ineficientes.

Consumir se ha vuelto un acto automático, natural, imprescindible. De tan generalizado y cotidiano lo hemos dejado pasar campante, como si fuera inocente. Sin embargo, está lleno de venenos, de intereses opacos, de silencios. Nos consume mientras consumimos.

El consumo no es más que un acuerdo explícito o tácito. Un actor entrega algo -dinero- a cambio de un producto o servicio para satisfacer una necesidad o deseo. La entrega es directa e inmediata (compra de un producto) o indirecta (impuestos para recolección de basura). Este intercambio supone -no siempre es manifiesto- la aceptación de ciertos atributos de calidad.  

Las necesidades son infinitas y el consumo nos atraviesa sin miramientos. Todos participamos como receptores de bienes o servicios o proveedores de los mismos. No existe, a estas alturas, autosuficiencia. Requerimos y dependemos de los demás. El fenómeno implica relación con otros, interdependencias, confianzas. Y regulaciones también.

Como todo en el país, el consumo muestra inequidades horrorosas. Expresa las desigualdades sociales. Las exhibe, las reproduce, las agudiza. Junto al consumo suntuario e insólito de los poderosos -incluyendo capos narcos- se desliza uno invisible que apenas reproduce la vida. El consumo marca y es emblema de poder. 

Es también manifestación de maltrato y engaño. Territorio de la viveza criolla, ante la cual nos hacemos los pendejos. Los ejemplos sobran: la frutera que oculta productos dañados en el paquete; el medio que propaga noticias falsas; el basurero que recoge a medias la basura; el taxista que adultera los taxímetros; los servicios públicos que no respetan horarios; los seguros que suben las primas; los productores que disminuyen pesos y tamaños; los choferes velocistas que despiden humos azules; el banco que cobra comisiones sin avisar; la firma que vende productos caducados o dañinos; la luz que se corta de pronto; la obligación de comprar un producto para dar otro; los inversionistas que ofrecen promociones que no se cumplen; el vendedor que no tiene vuelto; el comerciante que redondea siempre; los políticos que venden discursos y narrativas engañosas…

La lista no tiene fin. La “letra chica” -demasiado chica para los mayores- no ha aportado mayor cosa. Trampas y asaltos cotidianos, pequeños y grandes; pasajeros y permanentes. Expresiones flagrantes de violación de derechos, de corruptelas, de ausencia de ética. Los efectos más comunes: resignación y acomodamiento. Todo menos acción concertada y digna ante el abuso. 

No es un problema de leyes. Existe una normativa -Ley Orgánica de Defensa del Consumidor- desde el 2.000, con algunas reformas, que no será perfecta pero tiene condumio. Consagra derechos: información, elección, no discriminación, calidad, seguridad y salud, cuidado del ambiente, devolución. Establece prohibiciones: propaganda engañosa, especulación, alteración de precios, utilización del odio o miedo,  mensajes subliminales, aprovechamiento de edad u otras condiciones, redondeos. Pero, son leyes de papel. No se respetan y tampoco existen procesos expeditos para sancionar. La impunidad es la marca.

ENGAÑO E INDEFENSIÓN

Las organizaciones de defensa de consumidores son el último recurso ciudadano. Hay algunas instancias de sociedad civil y del estado. Ninguna ha prendido socialmente. Son frágiles, de escasa cobertura, poco hábiles para generar opinión. Sus acciones son invisibles. Vale recordar que en otras latitudes -Europa especialmente- hay organizaciones de gran potencia. Despliegan estrategias que levantan opinión, desarrollan conciencia, educan, quiebran prácticas dolosas. El boicot ha sido una práctica exitosa.

Los consumidores nos encontramos a la intemperie, vulnerables. Maltrato e indefensión caracterizan al consumo. Maltrato por las trampas y chantajes. Indefensión por la débil resistencia y propuesta. Otras instancias, como medios, universidades, colegios profesionales, ONG no han hecho suya esta causa, salvo contadas excepciones.

Las perspectivas no son luminosas. En los individuos descansan varias soluciones. Recuperar la buena fe y la confianza, aplicar principios éticos y enterrar la sapada, no dependen de nadie más. En otros niveles, se precisa fortalecer desde la ciudadanía las organizaciones defensoras de consumidores. A mediano plazo, apostar otra vez al rol transformador de la educación. Y mientras tanto, potenciar el monitoreo, control y garantía del estado, de los GADs, de la Defensoría del Pueblo, de las universidades, de los medios. No hay inocentes, todos estamos implicados.  (O)