Entre los múltiples actos de conmemoración este 24 de mayo de los docientos años de la Batalla del Pichincha, fue singular sin duda el celebrado en Casa de América en Madrid. Organizado por esta institución y la embajada del Ecuador, se trató de un conversatorio entre dos historiadores españoles y un ecuatoriano, moderado por otra historiadora ecuatoriana, ante una selecta audiencia invitada al palacio de Linares, que abre sus puertas a la Plaza de Cibeles y que fue consagrado en 1992 por Felipe González, entonces presidente del Gobierno español, a las actividades con América Latina.
Tuve el honor de participar en este acto de conmemoración, pues fui el historiador invitado, junto con los grandísimos historiadores españoles, Manuel Lucena y Dionisio de Haro, el primero investigador del Centro Superior de Investigaciones Científicas y el segundo vicerrector de la universidad Rey Juan Carlos, con la moderación de Sabrina Guerra, profesora ecuatoriana de la USFQ, quien se halla haciendo un postdoctorado en Lisboa.
¡Jamás se habría ocurrido que iba a conmemorar los 200 años de la independencia de España en la capital de España! Pero una serie de circunstancias lo hicieron posible y estuve en aquel acto conmemorativo. Conmemorar significa recordar solemnemente algo o alguien, en especial en un acto o un monumento y eso es lo que hicimos, tras la introducción del embajador del Ecuador en España, Andrés Vallejo, en una discusión académica enriquecida de la perspectiva que dan no solo los 200 años transcurridos desde del triunfo de las armas patriotas sino de las investigaciones que desde las dos orillas del Atlántico se han dado sobre las figuras y los procesos de independencia de América hispana.
Mientras hablaban mis compañeros de panel podía ver sus imágenes reflejadas, por sobre las cabezas de los asistentes, en un espectacular espejo de cristal de roca en el fondo del salón. Y esa imagen me dio pie para decir que de alguna manera hace 200 años los procesos de América y España se parecían como imágenes duplicadas en un espejo, porque si en América nuestros héroes luchaban por la independencia del sistema colonial, en España también se daba una guerra de independencia respecto de la invasión de Napoleón, el primer dictador de los tiempos modernos como lo llamó uno de los panelistas. Y que si la propia España nace como nación en ese momento de derrumbe del absolutismo monárquico y de su propio imperio, también nuestros países comenzaron entonces su proceso de construcción nacional, el cual empezó apoderándose de los nuevos símbolos de identidad como la bandera nacional que flameó en los campos de batalla y con el recuerdo y casi culto cívico de Bolívar, Sucre, Abdón Calderón, y de quienes les antecedieron: en el caso de Guayaquil, de Olmedo, Roca, Jimena y los demás miembros de la Fragua de Vulcano, así como de los oficiales venezolanos del Numancia, Febres Cordero, Urdaneta y Letamendi. Y, en el caso de Quito, de Juan Pío Montúfar, Morales, Quiroga, Salinas, el obispo Cuero y Caicedo, Carlos Montúfar, Francisco Calderón, y tantos otros, sin olvidar a dos mujeres que fueron clave, Manuela Cañizares y Rosa Montúfar, esta última desde adolescente en 1809 hasta señora casada en 1822. Y también, porque se trató de procesos paralelos, es que hubo militares españoles y americanos tanto en los ejércitos independentistas como en los realistas y personajes que lucharon primero contra Napoleón a favor de la monarquía y luego contra España a favor de la independencia, como José de San Martín o el propio Carlos Montúfar.
Repetí aquello de que no conmemoramos la batalla en sí. Ni la guerra como tal. Batallas y guerras, todas las batallas y todas las guerras, son horribles. Las de hace 200 años, las de hace mil años y las de hoy. Lo que conmemoramos es que entonces se inició algo nuevo, que es lo que hemos construido en estos 200 años y debemos seguir construyendo, porque aún no hemos alcanzado el ideal de democracia, de separación de poderes y de república por el que nuestros héroes dieron la vida hace 200 años.
Manuel Lucena insistió en un marco más amplio: el de las revoluciones atlánticas, concepto iniciado en los cincuenta en el libro de Palmer y Godechot que pronto recibió críticas por haber reducido la mirada a solo la revolución de independencia de EE.UU. y la Revolución Francesa. Hoy, 70 años después, nadie puede entender la historia global sin tener en cuenta esa ola de revoluciones mundiales que incluyó lo sucedido en el imperio portugués, en el español, en Haití. Y que ello se debe, dijo, al trabajo de los historiadores latinoamericanos y europeos en estas décadas.
Dionisio de Haro recomendó flexibilidad y mirada abierta para juzgar esa crisis imperial sin solución que sobrevino a la corona española. Dijo que la independencia de Guayaquil se caía de madura porque para entonces Chile había logrado establecer un estado independiente viable y España ya no tenía en el Pacífico una flota solvente. Las independencias, dijo Lucena, son exitosas adaptaciones modernizadoras de los conglomerados nacionales, y todos coincidimos en que son motivo de celebración y alegría. (O)