Nace a mediados del siglo VI a. C. en Qufu, sur de China. Su nombre era Kong Qiu. Confucio es la latinización de Kong Fuzi, traducido “Maestro Kong”. Buena parte de sus enseñanzas las transmite en la escuela que regenta en sus tierras. Para algunos tratadistas, el “confucianismo” más que filosofía es un conjunto de principios y reglas de vida. Todos tendientes a la estructuración de una sociedad diáfana, que demanda de avenencia, instrucción en sus líderes y ética en los ciudadanos. Inspira a tres filósofos chinos. A Mencio, quien era su discípulo. Y ya en nuestra era, a Chen Yi (siglo XI) y a Zhu Xi (siglo XII). Los dos últimos considerados por la historia de la filosofía como gestores de renacer del confucianismo… el “neoconfucianismo”.
La doctrina confuciana parte de la premisa de que el hombre es bueno por naturaleza, y de que por ende es de su esencia tanto dar beneficios como recibir provechos. Está convocado a ser indulgente y a recoger afectos. La proyección de las tesis de Confucio rebaza la frontera china para esparcirse a lo largo de Asia hasta nuestros días. De hecho, en Corea del Sur, Singapur y Taiwán se celebra el “Día del Maestro” para conmemorar su nacimiento.
La “influencia” de Confucio en la sociedad china ha sido determinante. Durante más de 600 años, los funcionarios públicos en China eran educados con las teorías del Maestro. El confucianismo fue y sigue encarnando una verdadera directriz para el pensamiento y actuar chinos… su cosmovisión. Esto salvo durante el período de Mao Zedong, en particular en el contexto de la Gran Revolución Cultural Proletaria (1966 – 1977). En esa época el confucianismo fue refutado bajo el argumento de simbolizar una sociedad a ser superada. No fue propiamente un cuestionamiento a la esencia del confucianismo. Se lo objetó más bien ante al imperativo – por consideraciones ideológicas – de dejar de mirar al pasado feudal e imponer el comunismo.
Como maestro que fue, sostiene que la erudición conlleva el mandato de formar seres virtuosos, sensatos y de mente preclara. De sus Clásicos se desprenden las cinco virtudes chinas: benevolencia, justicia, ceremonial, sabiduría y confiabilidad. Estas las concibe y desarrolla en el ámbito de una China sumida en guerras fratricidas que resquebrajan el orden e impedían la consolidación de una sociedad racional. Se remite al período de los “tres augustos y cinco emperadores”, en que reinaba la armonía para bien de toda la población. La falta de concordia es garantía de caos social. Jamás una sociedad puede lograr desarrollo humano y material cuando rige la hostilidad. La decadencia de los pueblos está atada a la violencia entre quienes los conforman.
Especial mención cabe de la ética confuciana, sustentada en dos nociones complementarias, la “ren” y la “li”. La primera se abrevia en “amar a los hombres”; la segunda son normas de vida social, resumidas en la necesidad de “mantener la consonancia” entre los humanos. La “ren” obliga a saber que otros pueden tener los mismos deseos nuestros, y que por consiguiente al tiempo de satisfacer los propios no debemos obstaculizar que terceros satisfagan los suyos. El egoísmo y la avaricia, como antónimos del apego al prójimo, son manifestaciones de aberración en las relaciones humanas, y seguro germen de conflagración.
Respecto de la “li”, sí que es una concepción filosófica. Partiendo de elementos “rituales”, confluye en el discernimiento dialéctico de que la vida es limitada mas la naturaleza, eterna. Las virtudes de que impregnemos a nuestra existencia reflejarán en la perpetuidad… se logra mediante la educación en valores, que proyecte al hombre responsable y moralmente en la sociedad de que forma parte. Ligado a esta, que también a la “ren”, está el “xiao”. Es la exteriorización del respeto, que Confucio lo identifica frente a los padres, a los ancianos y a los ancestros en general. Es un acatamiento a los valores transmitidos en el hogar por quienes hemos tenido el privilegio de una vida formada en bienes morales.
Lo expuesto converge en el “shu” confuciano, traducido “reciprocidad”. Es el equivalente cristiano de “tratad a los demás como os gustaría que os trataran", recogido por Mateo en su Evangelio. A diferencia de este, Confucio lo plasma en términos negativos: “no hagas a otros lo que no deseas que ellos hagan a ti”. Estamos ante un principio moral básico para la sana convivencia social. Implica ponernos en la situación de los terceros y actuar en consecuencia. No se trata de claudicar en pretensiones propias, ni de ceder irreflexivamente ante aquellas de terceros. Es, en todo caso, la disposición permanente a entender el porqué de las actuaciones de otros a efectos de evitar reacciones que desemboquen en conflictos. (O)