"Carpe diem. Aprovechen el día, muchachos. Hagan que sus vidas sean extraordinarias". Cuando John Keating pronunció esas palabras en El club de los poetas muertos, no estaba diciendo nada nuevo. Desde los antiguos romanos hasta los filósofos modernos, la idea siempre ha sido la misma: recordar que vamos a morir nos obliga a vivir con más intensidad.
Tal vez por eso, cuando Charly García compuso Canción para mi muerte, no hablaba solo del final, sino del vértigo de existir sabiendo que el tiempo es finito. "Hubo un tiempo que fui hermoso y fui libre de verdad", canta, con la melancolía de quien intuye que la juventud es apenas un parpadeo. Tenía 18 años cuando escribió la canción, pero ya entendía la paradoja de la vida: cuanto más conscientes somos de la muerte, más real se vuelve. Y aunque tratemos de ignorarla, sigue ahí, como un rumor de fondo. Porque el verdadero miedo no es partir, sino hacerlo sin haber dejado una huella.
Pero en la realidad, la mayoría de las personas evita pensar en la muerte. Preferimos creer que tenemos tiempo de sobra. Planeamos para el futuro como si fuéramos a estar aquí para siempre. Postergamos lo importante. Creemos que el mañana está garantizado.
Sin embargo, los números cuentan otra historia. Cada día, mueren en el mundo alrededor de 166.000 personas. Cada hora, 6.900 corazones dejan de latir. Cada minuto, 115 vidas llegan a su fin. En el tiempo que te tome leer este artículo, más de 500 personas morirán en algún lugar del planeta.
Pero si la muerte es tan común, ¿por qué nos cuesta tanto aceptarla? Los médicos identificaron tres tipos de muerte. Muerte cerebral: cuando el cerebro deja de funcionar, aunque el corazón y los pulmones sigan activos. Muerte clínica: cuando el corazón deja de latir y la respiración cesa. Muerte biológica: cuando todas las células del cuerpo dejaron de funcionar.
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Curiosamente, el último sentido en apagarse suele ser el oído. Muchas personas pueden escuchar hasta el último instante, incluso cuando parecen inconscientes. También existen fenómenos inexplicables. Algunas personas despertaron en la morgue después de ser declaradas muertas. En casos extremos, se registró combustión humana espontánea, donde el cuerpo se consume en llamas sin una fuente externa de ignición.
Pero más allá de la biología, la muerte es un problema matemático. Si el mundo sigue esta tendencia, habrá menos nacimientos que muertes en la mayoría de los países para el año 2050. Para el año 2100, la población global podría estar en declive por primera vez en la historia moderna.
Las implicaciones son enormes. Habrá más adultos mayores que jóvenes. Los sistemas de pensiones colapsarán si no hay suficientes trabajadores. La demanda por atención médica será más alta que nunca. Ciudades enteras podrían quedarse sin habitantes. Y aquí surge la paradoja: mientras la ciencia intenta hacer que vivamos más, estamos creando un mundo donde habrá menos personas para disfrutarlo. ¿Y si la muerte no es el problema, sino nuestra relación con ella?
En la Antigua Roma, un esclavo susurraba al oído de los generales victoriosos: "Memento mori". Recuerda que morirás. No como un recordatorio de tristeza, sino como una llamada a la acción. La muerte no es algo que deba asustarnos. Es lo que le da valor a la vida.
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En la mañana del 15 de julio de 2003, el escritor chileno Roberto Bolaño tomó una decisión. Sentado en su diván, débil por la enfermedad que lo consumía, buscó refugio en la música antes de ingresar al hospital. Puso Lucha de gigantes, de Nacha Pop, y dejó que los acordes envolvieran la habitación. "En un mundo descomunal, siento mi fragilidad...". La voz de Antonio Vega resonó en el aire con la melancolía de quien sabe que el tiempo es un enemigo invisible. Tal vez Bolaño, en esos momentos, entendió que su propia lucha estaba llegando al final. Que no había más páginas por escribir, solo la certeza de lo que dejaba atrás.
Horas después, la música se detuvo y con ella su vida. Pero Bolaño sigue vivo en sus libros. En cada lector que se pierde en sus páginas. Porque la muerte es solo el olvido definitivo. Y cuando alguien deja una huella, nunca desaparece del todo.
Hoy, tenemos más tiempo que nunca. Pero el tiempo, por sí solo, no significa nada. Aprovecharlo no es vivir más años, sino hacer que esos años valgan la pena. Tal vez en el futuro podamos vivir hasta los 150 años. Tal vez la ciencia nos haga olvidar la fragilidad de nuestra existencia. Pero si en ese tiempo no hemos amado, creado, explorado, compartido, entonces habremos estado vivos sin realmente vivir.
Cuando el final llegue, lo único que importará no será cuánto tiempo tuvimos, sino lo que hicimos con él. Y ahí está la verdadera pregunta: ¿Cómo se escuchará tu balada final? (O)