Sociólogos y filósofos afirman que las últimas décadas del siglo XX marcan el inicio de un nuevo período en la historia de la humanidad; algunos van más atrás al ubicar su empiece en los años cincuenta. Han venido en llamarlo “la posmodernidad”. La categorizan como el movimiento social, filosófico, cultural – y consiguiente económico – que aboga por un cambio en la forma de concebir al mundo. La flamante noción, a su vez, obliga a superar consistencias gestadas a partir del Renacimiento y de la Ilustración, que fueron bases sobre las cuales se desarrolló la modernidad. La posmodernidad se caracteriza por una escala de valores ético-morales contrapuesta a aquella de la etapa anterior.
La principal diferencia radica en la tendencia a “interpretar” la realidad, en lugar de asumirla honestamente como se presenta. Recordemos a F. Nietzsche, aquel del nihilismo y de la muerte de dios, quien décadas antes sostuvo que no hay hechos pero interpretaciones. Esta propensión conduce a las sociedades a alejarse de certidumbres con el propósito de adecuar la verdad a intereses. Lo relevante en la posmodernidad es el contexto en que las realidades se producen. La absolutez de la autenticidad es tomada con el recelo de que pueda perturbar sensibilidades, en particular de quienes a sabiendas de su precariedad ontológica hacen asomos de falsa integridad. Si bien lo expuesto es negativo per-se, rescatemos algo positivo a su derredor: la inclinación por dejar de lado credos y apotegmas socio-religiosos, sustituidos por la lógica y por la razón… en definitiva, por la inteligencia que rechaza dogmas.
La posmodernidad impone al hombre un “sufrimiento” harto más tangible que el previo dado por consideraciones religiosas, según fue transmitido en occidente por el cristianismo, consolidado en el Medioevo. No estamos ahora ante la aflicción y el martirio terrenales a ser rebasados en el paraíso, sino frente al padecimiento plasmado en el infierno mundano y su maldición. La congoja es de orden humano, no místico, germinada en la maraña que representa una sociedad para la cual lo determinante no es hombre como sujeto pero la materia, la masa para la que el individuo es secundario.
Las teorías filosófica y sociológica del “sufrimiento” son abordadas por dos representantes de la Escuela de Frankfurt, Walter Benjamin (1892 – 1940) y Theodor Adorno (1903 – 1969). La funda un grupo de filósofos alemanes en la segunda década del siglo XX. Parten de cuestionar el statu-quo al amparo de la denominada “teoría crítica”. Esta regaña a cualquier ideología que – al tiempo de manipular al hombre – aliena su mente llevándolo a claudicar ante el orden establecido. Aun cuando su base es filosófica, a través de consideraciones metafísicas emprende en estudios sociológicos y algunos con ingredientes sicológicos. En 1934 A. Hitler cierra el Instituto que congregaba a sus pensadores, varios de los cuales emigran de Alemania. Adorno llega a los Estados Unidos; Benjamin se suicida en fuga de su país natal.
Para Adorno, es condición de toda verdad la “necesidad de prestar voz al sufrimiento”. El dejar de hacerlo conlleva a lo que Benjamin considera la “objetividad entristecida a causa de su silenciamiento sistemático”. En su perspectiva sociológica, la sociedad como cabal orgánico sufre desde el momento en que segmentos de esta desatienden a realidades que obligan a rectificaciones estructurales. En consecuencia, no se trata de optar por modos de producción distintos al capitalismo, pero sí de racionalizarlo cuando las evidencias son suficientes en reflejar distorsiones impresentables e inaceptables.
El sufrimiento adorniano es concebido en términos dialécticos y negativos. Lo primero al simbolizar contradicción en la racionalidad humana. Lo segundo al entrañar negación de la positividad. Al propio tiempo, sin embargo, Adorno lo cataloga de objetividad que pesa sobre el sujeto. En el ámbito de la doctrina frankfurteriana del sufrimiento, es imprescindible entender, en palabras de Adorno, el imperativo histórico de una cosa en todos sus niveles.
En la sociología y en la sicología, las utopías producen dolor en tanto generan frustraciones. Estas aparecen a partir del instante en que el individuo toma conciencia de que sus anhelos no se concretarán, pues de no darse un cambio todo seguirá igual. Cuán paradójico, la interpretación tergiversada de la realidad, propia de la posmodernidad conforme lo expusimos, juega en contra, por igual, de los perjudicados y de quienes pretenden beneficiarse de ella. El resultado es caos social, materializado cuando el placer y el goce de unos es dolor y padecimiento de otros. Lo es en tanto, filosóficamente, la negación de lo negativo no es afirmación. (O)