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Amigos imaginarios
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No tuve amigos imaginarios, pero tuve juguetes que me hacían imaginar. Los deje ir sin saber que, al hacerlo, también se iría esa parte de mí que en su habitación salvaba al mundo de las manos del mal, sin saber que desgarrarse es una herida que nunca cicatrizará.

16 Octubre de 2024 12.43

Estoy sentado en el asiento B8 de la sala 11 del cine. Las luces comienzan a apagarse, como quien no quiere ser descubierto en su huida, anunciando que va a empezar aquello para lo que vinimos. Hago malabares para no dejar caer mi canguil preferido mientras soy asaltado por mis hijos y pienso que debí haber comprado más.

Suelo venir al cine para engañar a mi mente, siempre pendiente del después, del mañana, de los años venideros, con un presente que, por ratos, según lo buena que sea la película, logro adoptar como propio y me suele convertir en héroe, villano, perseguido o perseguidor, suele llevarme a vidas que no vivo y que olvido fueron grabadas siguiendo un guión.

Empieza "Amigos Imaginarios", la película que eligieron mis hijos para hoy. Les pido que me devuelvan el canguil que salta de sus manos a su boca, pero también al piso y solo me hago merecedor a una porción. 

Se proyecta un video casero grabado por los padres de Bea, la protagonista de 12 años, tratando de eternizar momentos de su primera infancia: Bea pintando y cantando, Bea jugando a tomar el té con sus padres, Bea siendo un avión, Bea con su madre que ahora ya no está. 

Bea inicia un viaje por su memoria recordando que las historias más importantes son las que nos contamos a nosotros mismos. Yo que vine al cine por una necesidad de presente, he aterrizado en algún lugar de mí en donde se almacenan los residuos de vida vivida que deja el paso del tiempo.

Bea se acaba de mudar al departamento de su abuela en New York. Su padre se prepara, en el mismo hospital que murió su madre años atrás, para una operación de corazón. Son estos lugares y estas situaciones que conectan a la protagonista con sus memorias perdidas y con amigos imaginarios que con los años olvidó. Así, me envuelvo en un reencuentro con lo olvidado y con momentos que me llevan a la vida que se me fue.

"Ya tengo 12 años" le dice Bea a su padre como marcando una sentencia que le impide el disfrute. "Un día ser una niña será una gran historia" le contesta su papá. Y yo me pregunto: ¿En qué momento solté a ese niño que fui? 

En la película se dice que "todos pasamos por algo que nos obliga a olvidar" No puedo dar fe de qué tan claros sean mis recuerdos, pero viajo a una tarde después del divorcio de mis padres.

Yo tenía un año menos que Bea. Decidí ser adulto con el propósito  de asumir el lugar que dejó mi papá en el hogar y le comuniqué a mi mamá esta decisión pidiéndole que donara mis Tortugas Ninjas, Power Rangers, Batman, Spiderman, etcétera, a niños que lo necesiten, como símbolo de mi nueva realidad.

Empecé a ser un niño viejo. A pasar el tiempo en compañía de mis pensamientos que ansiaban llegar a conclusiones acerca del estado de las cosas. Costumbre que me acompaña hasta hoy a pesar de mi resistencia. Reflexionar empezó a ser como jugar a las atrapadas. Con el silencio que antes jugaba a las escondidas, ahora, a diario y antes de dormir, me dedicaba a revisar que las hornillas estén apagadas, las ventanas cerradas, la puerta de la casa con llave y que mi mamá respirara. Mis juguetes pasaron a ser obligaciones que me impuse. 

Quizás lo más imaginario, aparte de mis pensamientos, fue un muñeco de peluche del Demonio de Tasmania, personaje de los Looney Tunes, que mi papá me compró en uno de esos primeros paseos de nómadas, caminando con la cabeza gacha y arrastrando los pies, que se tienen después de haber perdido una casa para compartir. El demonio era real, pequeño y vestido con camiseta verde. Lo irreal era que, por las noches, a la hora de dormir, tomaba la figura, el olor, la voz y la manera de abrazar de mi papá. Durante meses durmió húmedo, a mi lado. Quizás ese demonio fue la forma en que Dios me permitió conciliar el sueño. 

No tuve amigos imaginarios, pero tuve juguetes que me hacían imaginar. Los deje ir sin saber que, al hacerlo, también se iría esa parte de mí que en su habitación salvaba al mundo de las manos del mal, sin saber que desgarrarse es una herida que nunca cicatrizará.

Bea le pregunta a su abuela qué quería ser de grande cuando era niña. La película me sigue llevando adonde ese niño se fue con mis juguetes aquella tarde.

Bea logra recordar a su amigo imaginario e impide que este se pierda en el olvido. Y yo quisiera recordar a ese que no recuerdo, salvo por instantes en donde ocurre una coincidencia disfrazada de lo que un día fue el olor de la brisa del mar junto a papá o del pan de dulce junto a mamá, el recorrido por un álbum de fotos manchadas sobre momentos que nunca más sucedieron o el sonido de la lluvia al despertar en la mitad de los abrazos de mis papás.

Es la máquina del tiempo que me lleva al pasado que vive en el presente. Solo el recuerdo reconoce al detonante de esta burla de los años, de este encuentro con la memoria y sus tesoros perdidos.

¿Qué vemos cuando recordamos? ¿La vida como fue o como la queremos ver? Quizás no sea una réplica. Quizás la bondad con más colores sobre la tragedia en blanco y negro. Quizás sea algún medio de supervivencia, alguna forma de hacer más llevadera la existencia. ¿Qué nos quedaría si los recuerdos se nos escaparan y el olvido nos sorprendiera?

"Nada de lo que se ama puede ser olvidado" le dicen a Bea, y yo elijo creerle al oso que se lo dijo. Elijo esperar más pistas que me lleven a esa infancia que guardé en la frontera del tiempo. "Cierra los ojos y todo vuelve a ti", pero no es tan sencillo, señor oso.

Sigo atrapado en el pasado al que me han llevado mis recuerdos, con los ojos inundados de ellos. Me hubiera gustado que parte de mi película hubiera sido diferente. Me hubiera gustado haber visto más películas con mi papá. Papi, ¿te gustó la película? Y en medio de la oscuridad que aún permanece en la sala me doy cuenta de que se ha acabado el canguil. Sabía que había que comprar más. (O)

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