¿Cómo explicarlo? Un columnista debe mantener la objetividad, argumentar con claridad y dejar fuera cualquier tema personal. Esa es la teoría, al menos. Pero ¿cómo hace uno cuando un hecho de dimensión histórica y mundial está mezclado indisolublemente con una herida personal profundamente dolorosa? Para quien esto escribe, lo que aconteció hace 20 años, el 11 de septiembre de 2001, en EE. UU., está imbricado con la muerte dos días después, el 13 de septiembre, de su hermano, el científico y pionero de la lucha por la conservación de la naturaleza ecuatoriana, Fernando Ortiz Crespo, en un accidente de bote en La Mica, la laguna al pie del nevado Antisana.
La unión de los dos hechos no está solo en la cercanía de las fechas sino que, para más punzante recuerdo, la madrugada de ese fatídico 13 de septiembre, Fernando escribió una columna y la envió al diario Hoy. En ella, que habría de publicarse cuando él ya había muerto, trataba de los atentados del día 11 en EE. UU. y formulaba una hipótesis sobre por qué se derrumbaron las torres gemelas de Nueva York. Científico como era, habló de la temperatura a la que llega la inflamación del combustible de los aviones, la fusión del hierro estructural de los pisos en que estos chocaron y el desplome de los pisos superiores que, por su peso al caer, presionaron de manera consecutiva a los inferiores. La escribió y se fue al Antisana para continuar su investigación sobre las aves acuáticas y el efecto que sobre ellas estaba teniendo el proyecto Mica-Quito Sur que entonces se construía para proveer agua al sur de la capital.
Tenía 59 años y ya había dejado una profunda huella en la ciencia y en la conservación de la naturaleza. Primer guía naturalista en Galápagos, primer becado por la fundación Charles Darwin, el más joven ponente en el primer congreso científico sobre las islas, primer PhD en Biología, primer presidente del Instituto Nacional Galápagos (Ingala), había aportado de manera decisiva para la declaración de varias zonas protegidas del Ecuador, había salvado al bosque protector Pasochoa, y a la vez había sido promotor y fundador de la Fundación Natura, del Museo Ecuatoriano de Ciencias Naturales, de la primera carrera de Biología en el país y de otras iniciativas. Era el mayor ornitólogo del Ecuador, especialista de fama mundial en colibríes. Y desde muy joven había luchado por salvar la biodiversidad del Ecuador e impulsado la conciencia ambiental, entonces inexistente.
Veinte años después su mayor legado son sus alumnos y los alumnos de sus alumnos que han continuado trabajando en áreas muy diversas de las ciencias biológicas, tanto en investigación como en enseñanza. Quedan algunas de las instituciones que ayudó a crear. Aunque se ha destruido mucho la naturaleza ecuatoriana, algo ha avanzado la conciencia ambiental. Quedan sus escritos. El libro que dejó terminado, para difundir la belleza y secretos de sus aves preferidas, “Los colibríes, historia natural de unas aves casi sobrenaturales”, continúa conquistando lectores.
Su risa estentórea y su manera de ser gregaria, abierta, entusiasta son inolvidables. Su mera presencia llenaba cualquier recinto al que entrara. Su carisma y magnética personalidad no dejaron a nadie indiferente.
Son 20 años desde que se derrumbaron las torres gemelas, del choque del otro avión contra el Pentágono, del cuarto avión en los campos de Pennsylvania. Quizás habría debido escribir sobre eso o, tal vez, de las equivocaciones de EE. UU. en la “guerra contra el terror”. La Universidad de Brown calcula que han muerto 900.000 personas por las guerras desatadas por EE. UU. en estos 20 años, y que ese país ha gastado en ese inútil empeño bélico “8 trillion dollars”, es decir un 8 seguido de 12 ceros. Pero ¿cómo hablar de ello? Porque a mí, el corazón se me rompió dos días después. (O)